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Solía tumbarse justo en el borde, mirando el techo y extendiendo sus brazos. Le gustaba la sensación de ingravidez que sentía. No podía parar de fantasear en divertidos mundos en los que el techo era el suelo y viceversa. A veces sencillamente se escondía allí y parecía como si nadie estuviese en casa, como un templo atemporal en el que la luz llegaba a detenerse. Otras veces, si cerraba muy fuerte los ojos, podía sentir que ya no había tejado y conseguir ver las estrellas a cielo abierto.
Anhelaba llegar a casa sólo para poder subir a su nido. La emoción se apoderaba de él cuando veía la escalera y corría hacia ella con frenesí. Con cada peldaño sabía que estaba más cerca de sus fantasías perdidas.
Fotógrafo: Adrián Mora
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